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Bate tapita en Torices: la tradición que sigue viva en Cartagena

El deporte tradicional sigue vivo en Torices. Un palo de escoba y unas tapas de cerveza convierten al sector en catedral del bate tapita en Cartagena de Indias.

Bate tapita en Torices: la tradición que sigue viva en Cartagena

En el campo solo puede haber cinco jugadores: bateador, lanzador, right field, center field y left field.

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Como si se tratase de una religión, los fieles del bate tapita se anticipan a la mañana cada domingo, se preparan en sus casas y salen a congregarse unánimes en torno al deporte tradicional. “Me levanto a las 5 de la mañana, me afeito, me pongo bien bonito, me desayuno un bistec asado y mi jugo de Milo, porque al que no desayune le puede dar un yeyo jugando con estos soles”, afirma entre risas José Miguel Noguera, un antiguo devoto de este camino.

El capellán de Torices es Albeiro Aristizábal, conocido como Aristi, un paisa que lleva 17 años patrocinando este culto deportivo. Aristi, como buen ministro, se levanta a primera hora para organizar el templo para la llegada de la feligresía que gozosa se traslada desde distintos puntos de la ciudad, como El Carmelo y Bruselas. “Yo me levanto todos los domingos a las seis de la mañana a organizar, pintar y barrer el campo, a veces cuando llueve hay que tapar calle y hay que secar para tener todo listo”.

Sergio Lugo, Roberto López y José Puello hacen parte del equipo de los Primos Lugo, una escuadra con trayectoria en Cartagena. //Fotos: Oscar Mondol
Sergio Lugo, Roberto López y José Puello hacen parte del equipo de los Primos Lugo, una escuadra con trayectoria en Cartagena. //Fotos: Oscar Mondol

La mayoría de los creyentes profesa este credo desde la infancia, aunque algunos prosélitos lo adoptaron en una edad más avanzada. José Miguel Amador, a quien apodan El Pirra, reconoce que practicaba una doctrina diferente: el fútbol, pero a los 29 años halló el verdadero camino, y persevera en él 30 años después. A sus 59 años juega en el inmaculado equipo de Los Elegidos, y es parte de la Selección Cartagena de Bate Tapita.

A las 10 de la mañana, como lo exige la liturgia, comienzan a sonar los himnos antiguos y tradicionales, una tanda de buenos jíbaros y salsa brava que sale despavorida por los parlantes que Aristi pone debajo de la carpa amarilla de su tienda. Enseguida toma de la “sacristía” un costal lleno de palos de escoba y un sinfín de tapitas que recolectó en su negocio durante la semana, y los pone sobre el andén de la calle 46 para esperar la hora cero.

Al poco tiempo los dos equipos están listos con sus vestiduras sacramentales: un pantalón beisbolero, un par de tenis, unas gafas de sol, una gorra y un suéter con el nombre de su equipo. Con todo preparado, inicia el primer servicio de cinco innings oficiado por un sacerdote que media entre ambas escuadras. La tapita vuela lentamente por breves segundos hasta que el impacto de un batazo la transforma en un proyectil prácticamente imperceptible para los ojos seculares, y un ágil catcher intenta detenerla como en una escena de Matrix.

A un costado de la calle está Javier Roa, uno de los organizadores del campeonato, quien vela por el cumplimiento de las sagradas escrituras, el reglamento deportivo en el que hay más de diez mandamientos, por ejemplo: “Si un bateador conecta un elevado que caiga o traspase el techo de la familia Martínez es home run, los árbitros no podrán ingerir licor alguno en el transcurso de los partidos, la tapita que se lanza por encima de la cabeza del bateador es ilegal”.

El pecado más común, según Javier, es “cuando un jugador discute insultando al árbitro con atropello”. Por la emoción del deporte y en la excitación del momento, las groserías ya han dejado a varios competidores penalizados, cuenta Aristi: “A veces hay que sancionar jugadores por comportamientos que no deben tener en un partido, entonces se sancionan por tantas fechas”.

Cuando todos los enfrentamientos han terminado, a eso de las dos de la tarde, no queda más que la comunión, un compartir fraterno en torno a las 28 fichas de un dominó, el último rito de la sagrada ceremonia. En este culto no hay hostias, no hay pan, no hay vino, ni jugo de uvas, pero no puede faltar una costeñita bien helada cada vez que suena uno de esos buenos jibaritos que resecan la garganta.

*Estudiante de Comunicación Social de la UdeC

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