El 16 de agosto de 2022 sucedió lo inevitable. Llevo 365 días preguntándome quién era la persona a la que, súbitamente, dejé de escuchar tres veces al día, a la que ya no puedo leer cada sábado en el periódico, y a la que acudía siempre que necesitaba un abrazo, un consejo. Y no solo yo: hace años que su casa era un lugar de peregrinaje al que acudían quienes necesitaban ayuda, información, una luz en el camino. Lea: Rafael vergara, el fascinante poder de las ideas
En este año de tantos interrogantes he encontrado, más allá del padre, al hombre. Al ese ser que a los 4 años, mirando las estrellas, preguntó a su madre qué había detrás. Aquel niño, desde su temprana juventud, se reconoció distinto.
Buscó en lugares donde pocas personas lo hacían; supo ver más allá de lo evidente; intimó con personas de todas las procedencias geográficas y sociales que, como él, aspiraban a un mundo mejor. He cuestionado al padre y he encontrado a un hombre que intentó estar a la altura de sus circunstancias políticas y afectivas, y aunque no siempre lo logró jamás se rindió. Ésa fue su gran victoria.
Ha sido revelador volver a escuchar las entrevistas que empecé a grabarle a mis 15, a la vuelta del exilio. Quise entender quién era el guerrillero del que tanto hablaban. Me volví su sombra en las campañas políticas.
Recorrimos juntos la verdadera Cartagena; conocí la miseria material y la del alma; escuché sus discursos, los analicé; tomé fotos; hablé con la gente; reflexioné. Comprendí que ese hombre siempre iba a la vanguardia y que, con solo abrir la boca, revolucionaba. Lea: Rafa Vergara, el gran amigo que acaba de partir
Así, en el guerrillero encontré al estudiante de 20 añitos que rompió la burbuja donde lo habían criado, y se dejó permear por la filosofía de movimientos sociales, políticos y culturales de su época: Mayo del 68, Vietnam, los Derechos Civiles, Woodstock, Tlatelolco... En Colombia, aquel despertar juvenil se traduciría, entre otras, en un deseo ferviente de ampliar el bipartidismo y acabar con el Estado de Sitio, un arma estatal de represión permanente.

Conociendo al estudiante, entonces, descubrí el por qué de su lucha revolucionaria y de nuestros 11 años en el exilio. Pasó de dirigir el Control Bancario del Banco de la República, con 31 años, a sacar fotocopias en la UNAM (México), sin familia ni dinero. No se rindió. Se sobrepuso al desgarro, creó nuevas redes, y fue puente del M-19 con sindicatos, universidades y el gobierno mexicano gracias al cual, y junto a Gabo y otros valientes, muchas vidas se salvaron de la tortura y la desaparición, y otras nacieron, como mis hermanos y mi amiga, Lolita.
Quienes lo conocieron saben que fue un hombre universal al que le cabía el mundo en la cabeza y el corazón. Regresando del exilio, después de contribuir a ensanchar un poco la incipiente democracia colombiana, previó el siguiente gran desafío: recuperar el respeto por la Madre Naturaleza.
Supo que el sistema de manglares y ciénagas eran nuestra defensa natural y un patrimonio ambiental que nadie veía, a pesar de estar a plena vista. Los manglares, decía, además eran “salacuna” de múltiples especies y sustento para las comunidades. Lea: Terraza del Espíritu del Manglar llevará el nombre de Rafael Vergara
Siendo funcionario público prohibió su uso en las construcciones. Y protegió a las iguanas que, cada Semana Santa, eran masacradas para comercializar sus huevos. Con esa comprensión tomada del pensamiento indígena de que “somos naturaleza” y parte de un complejo sistema ecodependiente fijó su mirada en la Ciénaga de la Virgen. Descubrió una modalidad de apropiación ilegal “multiestrato”, una cadena de usurpación de los bienes de uso público “inalienables, inembargables e intransferibles”.
Creó la Guardia Ambiental, sentó las bases del Ecobloque y recuperó terrenos de la Nación. En 20 años interpuso 100 denuncias penales contra quienes rellenaban la Ciénaga. Alertó a los tres poderes sobre el riesgo de los “ladrones de cuello blanco” y sus “abogansters”. A pesar de los escasos resultados tampoco se dejó derrotar. Vino luego Varadero, gran victoria colectiva en la lucha ambiental.

Este año volví a encontrar al Quijote de cola de caballo, a “El Viejo Mangle”, siempre obsesionado con la defensa de lo público y del bien común, que renunció a sus privilegios porque sabía que no había hecho nada para merecerlos.
Vivió todas las aventuras con las botas puestas y recorrió todos los kilómetros que hacen falta para ayudar a construir país. Así, me reencontré con el ciudadano que se entregó al servicio y que no se interesó por hacer dinero. Sus valores fueron innegociables, jamás transigió frente a la corrupción; tampoco tuvo precio a pesar de que quisieron comprarlo. Las amenazas nunca lo vencieron. Murió con dignidad, y su valor aún hoy me sorprende. Enfrentó a los poderosos con la ley y no dejó de creer en la justicia a pesar de su premeditada ineficacia.
Fue amoroso, tierno y sensible, por eso hasta el final abrigó la esperanza de que las cosas serían mejores, y sembró amor, poesía y conciencia en el corazón de la gente. Es fácil hablar de quien ha muerto y exaltar sus virtudes.
Es difícil vivir sin su presencia. Cada día pienso en la falta que me hace y que le hace a la ciudad, porque seres que no viven para sí serán siempre imprescindibles.