Los tres vieron literalmente la muerte antes que les cayera el edificio encima. El padre, Adalberto Enrique Ortega Pérez, de 56 años, y sus dos hijos, Alberto José, de 28, y Yoner Enrique Ortega Velásquez, de 21, escucharon una algarabía cuando salían de su casa en Olaya, sector Central, hacia Blas de Lezo.
Sacaban del caño, muerto, a un vecino que la tarde anterior había desaparecido con el aguacero. Se lamentaron un rato y luego siguieron su camino a pie como todos los días, al edificio Portales de Blas de Lezo II. Muy cerca de allí, un año después, me encuentro a dos de ellos sentados en la terraza de una tienda.
Ambos habían sido citados por periodistas de El Universal para que hicieran parte de una mesa redonda en la que participaron víctimas de la tragedia, vecinos, sobrevivientes, familiares de los muertos, y rescatistas. Alberto José y Yoner Enrique no quisieron participar.
“¿Y uno para qué va a ponerse en eso, si pasa el tiempo y seguimos olvidados?”, preguntó Yoner ante mi insistencia. Su hermano se tomó un sorbo de cerveza, miró hacia la construcción y dijo: “Nos salvamos porque allá arriba hay un Dios que p’abajo ve”.
Y no, no fue necesario que se sentaran con los demás para que en ese momento, frente al sitio donde se salvaron y perdieron a su padre, recordaran lo que sucedió a las 10:30 del 27 de abril de 2017.
“Manito, ¿y mi papá?”
Al llegar al edificio a las 8:30 a. m., fue el padre quien se dio cuenta que por el aguacero del día anterior se abrieron unas grietas. De inmediato le avisó al maestro de obra, pero este no les dijo que pararan. Los tres repellaban en el segundo piso hasta que un par de horas después, todo quedó oscuro.
“Vi todo negro, y lo que hice fue agacharme. Empecé a gritarle a mi hermano a ver si estaba bien, hasta que respondió: ‘manito estoy bien’”, contó Alberto.
Juntos, con la sangre recorriendo su cuerpo maltratado, y el corazón acelerado, apartaban los escombros tratando de buscar, primero a su padre y luego una salida segura. “Manito, no veo a mi papá”, se gritaban. “Papi, papi”, decían en coro sin conseguir respuesta. Hasta que vieron una luz.
“Todos los que estaban en nuestro piso murieron. A nosotros nos cayeron varios pisos encima y escombros en la cabeza, pero nos salvamos porque una columna quedó aguantada en un tanque de doce latas que estaba en el centro de la habitación, que hizo como una especie de domo subterráneo”, agregó Yoner.
Fueron los primeros sobrevivientes en salir. Alberto, con un golpe en el brazo, dice que fue el mismo maestro de obra el que los llevó a la clínica. A su hermano le cogieron 13 puntos en la espalda. “Insulté a la enfermera porque decía que no tenía seguro, me quité toda la canalización y me devolví para el edificio bajo mi responsabilidad, a buscar a mi padre”, recordó Alberto.
No había nada que hacer, a las 4 de la mañana del día siguiente vio cómo los bomberos sacaban a su padre muerto de entre los escombros.
Un año después, de la tienda cruzaron al lote donde se desplomó el edificio ilegal de Wilfran Quiroz. Allí, los dos hermanos agacharon la cabeza y recordaron a sus 20 compañeros muertos, y principalmente al hombre que les enseñó ese oficio, su ‘viejo’. “La vida sigue, no nos han ayudado con lo que necesitamos pero seguimos haciendo nuestras marañitas porque no nos podemos quedar quietos. Nuestro viejo no nos enseñó a ser bandidos sino a trabajar honradamente y hoy ha sido difícil volver a trabajar en una construcción como lo hacíamos con los Quiroz, pero si Dios nos tiene aquí echando el cuento, es porque algo bueno se viene”, finalizó Alberto.
UN AÑO RECORDANDO A SU HERMANO
César Tirado Paternina, de 25 años, fue otro de los que sobrevivió al desplome del edificio Portales de Blas de Lezo II. Sin embargo, parte de su corazón se quedó bajó los escombros porque su hermano Wilmar Tirado no corrió con la misma suerte, murió a los 29 años.
Llevaban tres años trabajando con los Quiroz, hasta ese 27 de abril, cuando la tragedia los arropó al caer desde la terraza del quinto piso.
Fueron contratados después de Semana Santa para repellar la fachada del edificio. Las ganancias según él “eran buenas”. “Uno aquí se podía hacer en un mes hasta dos millones de pesos, cuando en una empresa pagan el mínimo”, cuenta César.
La moto que un día compró, la tiene empeñada y está a punto de perderla porque desde hace un año no trabaja. “No he podido conseguir trabajo y me ha tocado duro con mi esposa”, dice.
Desde Nelson Mandela, donde vive, César de vez en cuando llega a Blas de Lezo y se sienta en un andén a mirar el terreno, como esperando una señal de su hermano.
“Sobrevivo por la gracia de Dios. Ese día escuché un estruendo, caí y quedé inconsciente”.
Con medio cuerpo tapado por los escombros, de la cintura hasta los pies, fue visto por uno de los rescatistas. “No sé quién me sacó pero si lee esto, quiero que sepa que estoy agradecido”.
El sufrimiento para César, quien dice que no sabía que trabajaba para una construcción ilegal, no para. El abogado que empezó con su proceso no contesta el teléfono. “Se aprovecharon de nuestra vulnerabilidad. La Defensoría del Pueblo debe ayudarnos”.
