La industria agropecuaria se ha convertido en una fuente importante de contaminación ambiental. De acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés), en el 2018 se emitieron 9,3 mil millones de toneladas de CO2 debido a la deforestación, la maquinaria y los desechos asociados con la producción de cultivos y la cría de ganado. Eso sin mencionar el impacto que toda esta actividad tiene en el suelo: la erosión, la pérdida de biodiversidad y la acumulación de materiales tóxicos.
Dentro de esa discusión, el uso de pesticidas es un tema contencioso y un blanco frecuente. Sin embargo, hay un factor que también tiene una influencia importante en el empobrecimiento del suelo: el uso de fertilizantes y específicamente de aquellos generados por el ser humano, los llamados fertilizantes químicos, hechos a base de materiales como el potasio, el fósforo y el nitrógeno.
Dos clases
Grosso modo, los fertilizantes se clasifican en orgánicos (o naturales) y químicos (procesados por el ser humano, parcial o completamente sintéticos). El primer grupo incluye productos residuales como el estiércol, la composta, el fango, la emulsión de pescado y la harina de sangre, mientras que el segundo comprende el nitrato de amonio, la urea, el fosfato monoamónico, el nitrato de potasio y el sulfato de potasio.
Muchos granjeros y productores utilizan los fertilizantes químicos para la agricultura intensiva, debido a que son más baratos, garantizan resultados más rápido y son fáciles de mezclar con insecticidas y plaguicidas, lo que representa un ahorro de tiempo y costos.
De acuerdo con cifras del Banco Mundial, durante el 2020, en el mundo se utilizó en promedio unos 146,4 kilogramos de fertilizantes químicos por hectárea, un aumento del 12 % respecto de la cifra del 2010 (130,8). Colombia en particular reportó un promedio de 256,6 kilos por hectárea ese año. Le puede interesar: La salud humana y del suelo, clave para transformar los sistemas alimentarios.
Lo barato sale caro
Podría parecer que una sustancia que ayuda a crecer a una planta es beneficiosa para el medioambiente. Eso ocurre en el caso de los fertilizantes orgánicos, pero no en el de los químicos. De hecho, estas sustancias, particularmente las nitrogenadas, contribuyen al deterioro de la naturaleza de muchas formas:
1. Puesto que se trata de sustancias altamente concentradas, los abonos químicos son ricos en macronutrientes, mas no en micronutrientes. Esto lleva a sobresaturar el suelo de nitrógeno, fósforo y potasio, dejando de lado otras sustancias que son importantes para el crecimiento de las plantas y disminuyendo el contenido nutritivo de la cosecha.
2. Su uso excesivo cambia el pH del suelo, lo acidifica, especialmente la capa más superficial. Como resultado, el suelo se degrada y va perdiendo su fertilidad. Además, el pH ácido mata a muchos microorganismos que son importantes para el flujo de nutrientes del ecosistema, puesto que contribuyen a mejorar las defensas de las plantas y las ayudan con su ciclo vital.
3. Cuando llegan a las fuentes de agua, sobreestimulan el crecimiento de las algas, disminuyendo la disponibilidad de oxígeno en el agua y provocando daños a la población de peces.
4. El exceso de nitrógeno en el suelo conlleva a la liberación de gases de efecto invernadero. De acuerdo con la FAO, el 13 % de las emisiones de CO2 del sector agropecuario se debieron al uso de fertilizantes químicos.
Es por todo lo anterior que organizaciones como la ONU o Greenpeace han hecho llamados a la industria agrícola y a los Gobiernos para reducir el uso de fertilizantes químicos en un 50 % o eliminarlos por completo. Aunque, por un lado, si es necesario volver a los fertilizantes naturales, también es importante recordar que el exceso de abonos inorgánicos tiene su origen en las enormes y excesivas demandas de la industria agropecuaria: solucionar lo primero será más difícil si no se buscan soluciones para lo segundo. Puede leer: Agricultura orgánica y convencional ¿Cómo impactan en el medioambiente?